Santoral del 18 de Octubre



INDICE
Lucas, Santo Evangelista
Pedro de Alcántara, Santo Penitente
Pedro de Tsetinia, Santo Obispo
Justo de Auxerre, Santo Mártir
Santos PRÓCULO, EUTIQUIO y ACUCIO
Beatos DAVID OKELO y GILDO IRWA
OTROS SANTOS DEL DÍA
VIDEOS
Asclepíades, Atenodoro, obispos; Justo niño; Juan de la Lande; Lucio, Victorico, mártires; Jacobo, doctor; Artemio, Honesta, Teca, Trifonia, vírgenes; Julián, eremita.



SAN LUCAS, Evangelista
No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy
el que os ha elegido a vosotros y destinado
para que vayáis y produzcáis fruto.
(Juan, 15, 16).

San Lucas, oriundo de Antioquía, era a la vez médico, literato y pintor hábil. Juntóse con San Pablo y llegó a ser el compañero de sus trabajos. Después de la muerte del gran Apóstol, fue a anunciar a Jesucristo a la Tebaida, a Libia, a Italia, a las Galias, a Dalmacia, etc. Además del Evangelio, escribió los Hechos de los Apóstoles e hizo el retrato de la Santísima Virgen. Algunos autores refieren que fue ahorcado en un olivo por los paganos de Acaya, a la edad de 84 años.

MEDITACIÓN SOBRE SAN LUCAS

I. San Lucas fue evangelista, escribió y predicó el Evangelio. Debes tú leer el Evangelio, enseñarlo a los demás y practicarlo tú mismo; es el más hermoso ,de los libros: una sola de sus palabras, atentamente meditada, basta para hacerte santo. No basta creer y meditar las máximas del Evangelio, hay que reproducirlas en tu conducta. Es necesario edificar al prójimo con tu humildad, tu desprecio del mundo y tu amor por Dios. ¿Cómo practicas tú las enseñanzas de Jesucristo? Todos los días medita estas palabras: ¿De qué le sirve al hombre ganar el universo, si llega a perder su alma?

II. San Lucas fue compañero de San Pablo y su ayuda en la predicación del Evangelio. ¿Cuál es tu compañía habitual? ¿Te lleva a la virtud? ¡Cuán feliz serías si encontrases un amigo semejante a San Pablo! Como San Lucas, muy pronto llegarías a ser un gran santo. Cuídate sobre todo de las malas compañías; apártate de ellas lo antes posible, y no temas ofender a los perversos rompiendo toda relación con ellos. Más vale ser odiado de los malos que frecuentarlos. (San Isidoro).

III. San Lucas tuvo la dicha de pintar el primer retrato de María. ¿Quieres tú reproducir una copia fiel de este divino original? Sigue el ejemplo de San Lucas: imita la pureza de María, su humildad, su amor hacia Jesús. He ahí el retrato que Ella quiere, he ahí los colores que Ella quiere que tú emplees para pintar en tu alma su imagen y la de Jesucristo. Dios desea que se imiten sus acciones y no solamente que se las represente mediante la pintura. (San Agustín).

La imitación de la Santísima Virgen
Orad por la buena educación de la juventud.

ORACIÓN

Haced, os lo suplicamos, Señor, que vuestro evangelista San Lucas, que constantemente llevó en su cuerpo la mortificación de la cruz para gloria de vuestro Nombre, intervenga en nuestro favor junto a Vos. Por J. C. N. S. Amén.



San LUCAS "Evangelista". M. c. 86.



Martirologio Romano: Fiesta de san Lucas, evangelista, que, según la tradición, nació en Antioquía de una familia pagana y era médico de profesión, se convirtió a la fe en Cristo. Fue compañero queridísimo de san Pablo apóstol, con cuidado colocó en el Evangelio todas las obras y las enseñanzas de Jesús, fue el escritor de la mansedumbre de Cristo, y narró en las Actas de los Apóstoles los inicios de la vida de la Iglesia desde el primer día hasta la estancia de Pablo en Roma


Según la tradición nació en Antioquía de Siria, su mundo era el helenístico y su lengua el griego, su religión era la griega, aunque por sus conocimientos de las Escrituras se piensa que no estaba lejos del judaísmo. Médico en Antioquía (Col 4,14) no se contentó con recibir el bautismo, sino que se dedicó al apostolado y acompañó a san Pablo en Troade, Macedonia y Filipos, donde le esperó; en Jerusalén, cuando Pablo fue detenido en el templo y llevado a Cesarea (At 16, 1-17). Acompañó a Pablo a Roma, y con él sufrió el naufragio, junto a Malta; y la segunda prisión del apóstol de los gentiles en Roma (2 Tim 4,11), que terminará con su martirio, Pablo dirá que "Lucas es el único compañero".

Según Gaudencio de Brescia, habría sido misionero en Acaya, y más tarde en Patrás con san Andrés; según el “Sinaxario de Constantinopla” y también de “San Jerónimo”, fue también misionero en Beocia, donde llegó a obispo de Tebe; no en Bitinia, como creyeron Beda y Odón. Tampoco habría muerto mártir, sino de muerte natural (a los 80 años más o menos). Aunque la tradición dice que sufrió martirio en Patrás, ahorcado de un olivo. Ireneo de Lyon dice que murió en Beocia a los 84 años.

Es el autor del tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles. Se le puede llamar con toda precisión el historiador, entre los demás evangelistas. Lucas conocía la historia de su tiempo. Se fijó especialmente en la cronología de los hechos y trajo referencias de la historia profana. Una faceta que resalta el Evangelio de Lucas es su amor por todo lo que se refiere a María. Por ello se la ha llamado el "pintor de María", aunque los hagiógrafos antiguos pensaron que había pintado siete retratos de María. Su cuerpo está enterrado en Padua. FIESTA.
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Santos PRÓCULO, EUTIQUIO y ACUCIO. M. c. 304.


Martirologio Romano: En Pozzuoli, en la Campania, santos Próculo, diácono, Eutiquio y Acucio
La vida terrena de los mártires de Pozzuoli, Próculo, Eutiquio y Acuzio, debe ser colocada en el siglo IV, y está estrechamente relacionada con el martirio de otros más conocidos, el obispo san Jenaro junto con santos Sosio, Festo y Desiderio

Según las llamadas «Actas Boloniesas», cuando arreciaba la persecución del emperador Diocleciano (284-305) contra los cristianos, el obispo de Benevento, Jenaro, se encontraba en Pozzuoli disfrazado para evitar ser reconocidos por los paganos, que corrían en masa a consultar a la Sibila Cumana, que vivía en su cueva, cerca de la vecina Cumas. Sin embargo, la presencia del obispo era conocida por los cristianos en la zona, debido a que el diácono de Miseno, Sosio, acompañado por el diácono Festo y el lector Desiderio, fueron a visitarlo varias veces con gran cautela y circunspección. Pero los paganos desenmascararon a Sosio como cristiano y lo denunciaron al juez Dragonzio; el diácono de Miseno fue capturado y encarcelado y luego condenado a ser devorado por los osos en el anfiteatro de Pozzuoli.

El obispo Jenaro, Festo, y Desiderio, al enterarse de su detención, a pesar de saber los riesgos que enfrentaban, querían visitar a Sosio, para llevarle consuelo; fueron también descubiertos, confesaron ser cristianos y entonces se vieron conducidos al tribunal de Dragonzio, quien -viendo su negativa a retractarse- los condenó a la misma pena que a Sosio. No se sabe bien por qué, pero la sentencia "ad bestias" fue conmutada para todos por el propio Dagonzio en decapitación.

En este punto entran en el relato los tres habitantes de Pozzuoli que celebramos hoy, diáconos y laicos cristianos Próculo, Acucio y Eutiquio, que protestaron enérgicamente contra la sentencia, cuando los mártires eran conducidos a la ejecución. Con la facilidad y el fanatismo de la época, fueron apresados también, y condenados a la misma pena de la decapitación, que tuvo lugar, según la tradición, el 19 de septiembre del 305, en el Foro Vulcano, cerca de la célebre Solfatara. En esa fecha se celebra en la Iglesia el martirio de san Jenaro y el grupo principal de estos siete (Sosio, Festo y Desiderio).

Las reliquias de Eutiquio y Acucio, se mantuvieron en «Praetorium Falcidii», junto a la basílica paleocristiana de San Esteban, primera catedral de Pozzuoli, pero parece que en la segunda mitad del siglo VIII, fueron colocadas en la catedral de San Esteban en Nápoles. El santo diácono Próculo en cambio, patrono principal de la ciudad de Pozzuoli, habría encontrado un lugar permanente en el templo Calpurniano, transformado en el nueva catedral de la ciudad.
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Beatos DAVID OKELO y GILDO IRWA. M. 1918.

Martirologio Romano: En la aldea de Paimol junto a la misión de Kalongi en Uganda, beatos David Okelo y Gildo Irwa, catequistas y mártires, que, traspasados con la lanza por los paganos del lugar por haberse involucrado en la evangelización del pueblo, manifestaron con su intrépido martirio la potencia de Cristo
David pertenecía a la tribu Ocioli, al norte de Uganda. Los misioneros combonianos habían llegado en 1915 a la región de Kitgum, donde comenzaron su labor evangelizadora con la ayuda de algunos catequistas. Existían entonces muchas dificultades, algunas creadas por la I Guerra Mundial, otras por la peste, la viruela y la situación de carestía. Para los brujos de la zona la llegada del cristianismo era la causa de todas las desgracias. Por ello surgieron movimientos anticristianos y anticolonialistas (los Adwi y los Abas) promovidos por los brujos y apoyados por los traficantes de marfil y de esclavos, que veían en el cristianismo un obstáculo para sus negocios. Además eran frecuentes las luchas tribales.

En este contexto se sitúa el testimonio heróico de los dos jóvenes catequistas, que no dudaron en trasladarse a Paimol para cubrir el vacío dejado en la obra de evangelización por la muerte de Antonio, el hermano de David. Cuando este pidió al misionero sustituir a su hermano, juntamente con su amigo Gildo, intentó persuadirles, no sólo por su juventud, sino también por el peligro que corrían en aquella violenta zona. “¿Y si os matan?, pregunto entonces el misionero. “¡Iremos al paraíso!” fue la respuesta de los jóvenes.

Llegados a su destino en 1917, fueron martirizados en Palamuku, cerca de Paimol, Uganda, por defender la fe, se les dio la oportunidad de conservar la vida si abandoban su fe, pero no quisieron. Los dos se dedicaron a su misión de evangelización y ganaban su sustento trabajando en el campo. Un catequista que enseñaba en una aldea dejó este testimonio: “Toda la gente del pueblo sin excepción les amaba por el bien que hacían... Murieron en el cumplimiento exacto de su enseñanza”. Los cristianos del lugar, acabada la furia homicida, llamaron al lugar del martirio Palamuku, Wi-Polo (“En el cielo”) para recordar el premio concedido por Dios a los dos adolescentes.
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Pedro de Alcántara, Santo

Penitente
Martirologio Romano: En la villa de Arenas, en la región española de Castilla, san Pedro de Alcántara, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, que adornado con el don de consejo y de vida penitente y austera, reformó la disciplina regular en los conventos de la Orden en España, siendo consejero de santa Teresa de Jesús en su obra reformadora de la Orden de los Carmelitas (1562).

Era el año del Señor de 1494 [o más bien: 1499] cuando en la Extremadura Alta, en la villa de Alcántara, nacía del gobernador don Pedro Garabito y de la noble señora doña María Villela de Sanabria un varón cuya vida había de ser un continuo milagro y un mensaje espiritual de Dios a los hombres, porque no iba a ser otra cosa sino una potente encarnación del espíritu en cuanto ello lo sufre la humana naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba hasta la entraña por la fuerza del movimiento contrarreformista. Era el tiempo de los grandes reyes, de los grandes teólogos, de los grandes santos. En el cielo de la Iglesia española y universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa, Francisco de Borja, Juan de la Cruz, Francisco Solano, Javier... Entre ellos el Santo de Alcántara había de brillar con potentísima e indiscutible luz.

Había de ser santo franciscano. La liturgia de los franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien «el Seráfico Padre estaba ya muerto, parecía como si en realidad estuviese vivo, por cuanto nos dejó copia de sí en Pedro, al cual constituyó defensor de su casa y caminó por todas las vías de su padre, sin declinar a la derecha ni hacia la izquierda». Todo el que haya sentido alguna vez curiosidad por la historia de la Orden de San Francisco, se encontrará con un fenómeno digno de ponderación, que apenas halla par en la historia de la Iglesia: iluminado por Dios, se apoderó el Santo de Asís del espíritu del Evangelio y lo plasmó en una altísima regla de vida que, en consecuencia, se convierte en heroísmo. Este evangelio puro, a la letra, es la cumbre de la espiritualidad cristiana y hace de los hombres otros tantos Cristos, otros tantos estigmatizados interiores; pero choca también con la realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un constante estado de tensión, donde las tendencias hacia el amor que se crucifica y hacia la carne que reclama su imperio luchan en toda su desnuda crudeza. Por eso ya en la vida de San Francisco se observa que su ideal, de extraordinaria potencia de atracción de almas sedientas de santidad, choca con las debilidades humanas de quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en puntos de perfección, masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo, como si el espíritu del fundador hubiese dejado en ellas una simiente de perpetuo descontento, una tremenda ansia de superación, y constantemente, apenas la llama del espíritu ha comenzado a flaquear, se levanta el espíritu hecho llama en otro hombre y comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo fue, de todos esos hombres, el más audaz, el más potente y el más avanzado. Su significación es, por tanto, doble: es reformador de la Orden y, a través de ella, de la Iglesia universal.

San Francisco entendió la santidad como una identificación perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una estrecha imitación. Así introduce al alma en una total pobreza y renuncia de este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres, será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra realizada una triple muerte a sí mismo: en el deseo de la posesión y del goce, en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de Cristo por su Iglesia; se hace alma víctima y corredentora por su perfecta inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de Dios en lo creado; queda internamente edificada en sencilla simplicidad; vive una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.

Por estos caminos, sin declinar, iba a correr nuestro Santo de Alcántara. Nos encontramos frente a una destacadísima personalidad religiosa, en la que no sabemos si admirar más los valores humanos fundamentales o los sobrenaturales añadidos por la gracia. San Pedro fue hombre de mediana estatura, bien parecido y proporcionado en todos sus miembros, varonilmente gracioso en el rostro, afable y cortés en la conversación, nunca demasiada; de exquisito trato social. Su memoria fue extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia; ingenio agudo; inteligencia despejadísima y una voluntad férrea ante la cual no existían los imposibles y que hermanaba perfectamente con una extrema sensibilidad y ternura hacia los dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a pesar de su extrema dureza, atraía de manera irresistible a las almas y las empujaba por donde quería, sin que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando la penitencia le hubo consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer –según testimonio de quienes le trataron– un esqueleto recién salido del sepulcro; cuando la mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba de él, no obstante, una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se imponía a quien le trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.

Sus padres cuidaron esmeradamente de su formación intelectual. Estudió gramática en Alcántara y debía de tener once o doce años cuando marchó a Salamanca. Allí cursó la filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había ya hecho el primero de leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces coincidieron las dudas sobre la elección de estado con un período de tentaciones intensas. Un día el joven vio pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y marchó tras ellos, escapándose de casa apenas si cumplidos los dieciséis años y tomando el hábito en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de Alcántara, en la raya portuguesa, año de 1515.

Fray Juan de Guadalupe había fundado en 1494 una reforma de la Orden conocida comúnmente con el nombre de la de los descalzos. Esta reforma pasó tiempos angustiosos, combatida por todas partes, autorizada y suprimida varias veces por los Papas, hasta que logró estabilizarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura y más tarde provincia descalza de San Gabriel. Exactamente el año en que San Pedro tomó el santo hábito.

La vida franciscana de éste fue precedida por larga preparación. Desde luego que nos enfrentamos con un individuo extraordinario. De él puede decirse con exactitud que Dios le poseyó desde el principio de sus vías. A los siete años de edad era ya su oración continua y extática; su modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de limosna, servía a los enfermos, y era tal la modestia de su continente que, cuando los estudiantes resbalaban en conversaciones no limpias y le veían llegar, se decían: «El de Alcántara viene, mudemos de plática».

Claro está que solamente la entrada en religión, y precisamente en los descalzos, podía permitir que la acción del espíritu se explayase en su alma. Cuando San Pedro, después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar, llamó a la puerta del convento de los Majarretes, encontró allí hombres verdaderamente santos, probados en mil tribulaciones por la observancia de su ideal altísimo, pero pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el dedo de Dios.

Apenas entrado en el noviciado se entregó absolutamente a la acción de la divina gracia. Fue nuestro Santo ardiente amador y su vida se polarizó en torno a Dios, con exclusión de cualquier cosa que pudiese estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad, donde Dios se revela viviente y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión de Cristo; la Virgen concebida sin mancha de pecado original, eran misterios que atraían con fuerza irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el principio más bien pareció ángel que hombre, pues vivía en continua oración. Dios le arrebataba de tal forma que muchas veces durante toda su vida se le vio elevarse en el aire sobre los más altos árboles, permanecer sin sentido, atravesar los ríos andando sin darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en el ininterrumpido coloquio interior. Como consecuencia que parece natural, ya desde el principio se manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de los sentidos. Nunca miró a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban por la voz; ignoraba los techos de las casas donde vivía, la situación de las habitaciones, los árboles del huerto. A veces caminaba muchas horas con los ojos completamente cerrados y tomaba a tientas la pobre refacción.

Gustaba tener huertecillos en los conventos donde poder salir en las noches a contemplar el cielo estrellado, y la contemplación de las criaturas fue siempre para su alma escala conductora a Dios.

Como es lógico, esta invasión divina respondía a la generosidad con que San Pedro se abrazara a la pobreza real y a la cruz de una increíble mortificación. Esta fue tanta que ha pasado a calificarle como portento, y de los más raros, en la Iglesia de Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso y no se explica sin una especial intervención divina.

Si en la mortificación de la vista había llegado, cual declaró a Santa Teresa, al extremo de que igual le diera ver que no ver, tener los ojos cerrados que abiertos, es casi increíble el que durante cuarenta años sólo durmiera hora y media cada día, y eso sentado en el suelo, acurrucado en la pequeña celda donde no cabía estirado ni de pie, y apoyada la cabeza en un madero. Comía, de tres en tres días solamente, pan negro y duro, hierbas amargas y rara vez legumbres nauseabundas, de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho días sin probar alimento, sin que nadie pudiese evitarlo, pues, si querían regalarle de forma que no lo pudiese huir, eran luego sus penitencias tan duras que preferían no dar ocasión a ellas y le dejaban en paz.

Llevó muchísimos años un cilicio de hoja de lata a modo de armadura con puntas vueltas hacia la carne. El aspecto de su cuerpo, para quienes le vieron desnudo, era fantástico: tenía piel y huesos solamente; el cilicio descubría en algunas partes el hueso y lo restante de la piel era azotado sin piedad dos veces por día, hasta sangrar y supurar en úlceras horrendas que no había modo de curar, cayéndole muchas veces la sangre hasta los pies. Se cubría con el sayal más remendado que encontraba; llevaba unos paños menores que, con el sayal, constituían asperísimo cilicio. El hábito era estrecho y en invierno le acompañaba un manto que no llegaba a cubrir las rodillas. Como solamente tenía uno, veíase obligado a desnudarse para lavarlo, a escondidas, y tornaba a ponérselo, muchas veces helado, apenas lo terminaba de lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no podía estar en la celda por el rigor del frío solía calentarse poniéndose desnudo en la corriente helada que iba de la puerta a la ventana abiertas; luego las cerraba poco a poco, y, finalmente, se ponía el hábito y amonestaba al hermano asno para que no se quejase con tanto regalo y no le impidiese la oración.

Su aspecto exterior era impresionante, de forma que predicaba solamente con él: la cara esquelética; los ojos de fulgor intensísimo, capaces de descubrir los secretos más íntimos del corazón, siempre bajos y cerrados; la cabeza quemada por el sol y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba por no mirar cuando pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba escurriendo la sangre por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y llagados por no ver dónde los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de los caminos.

San Pedro era víctima del amor de Dios más ardiente y su cuerpo no había florecido en cinco llagas como San Francisco, sino que se había convertido en una sola, pura, inmensa. Su vida entera fue una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias más entrañables del ideal franciscano.

No es de extrañar, claro está, que su vista no repeliese. Juntaba al durísimo aspecto externo una suavidad tal, un profundo sentido de humana ternura y comprensión hacia el prójimo, una afabilidad, cortesía de modales y un tal ardor de caridad fraterna, que atraía irresistiblemente a los demás, de cualquier clase y condición que fuesen. Es que el Santo era todo fuerza de amor y potencia de espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era cuidadoso de las formas sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo íntima relación con los grandes santos de su época: San Francisco de Borja, quien llamaba «su paraíso» al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su reforma; el beato Juan de Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó eficazmente en la reforma carmelitana y a cuyo espíritu dio aprobación definitiva. Acudieron a él reyes, obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le solicitaron como confesor, negándose a ello por humildad y por desagradarle el género de vida consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le ayudaron muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espíritu noble y ardiente, su conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.

Secuela de todo esto fue la eficacia de su intenso apostolado. San Pedro de Alcántara es un auténtico santo franciscano y su vida lo menos parecido posible a la de un cenobita. Como vivía para Dios completamente no le hacía el menor daño el contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con frecuencia graves tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y eficaz: azotarse hasta derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada, revolcarse entre zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por obediencia le hacen superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su predicación era sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el confesonario pasaba horas incontables y poseía el don de mover los corazones más empedernidos. Fue extraordinario como director espiritual, ya que penetraba el interior de las almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado en consejo por toda clase de hombres y mujeres, lo mismo gente sencilla de pueblo que nobles y reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y vulgo ignorante. Amó a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en El Pedroso una escuelita donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la procuró eficazmente entre los hombres.

Dios confirmó todo esto con abundancia de milagros: innúmeras veces pasó los ríos a pie enjuto; dio de comer prodigiosamente a los religiosos necesitados; curó enfermos; profetizó; plantó su báculo en tierra y se desarrolló en una higuera que aún hoy se conserva; atravesó tempestades sin que la lluvia calara sus vestidos, y en una de nieve ésta le respetó hasta el punto de formar a su alrededor una especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas el auténtico milagro de su penitencia.

Aún, sin embargo, nos falta conocer el aspecto más original del Santo: su espíritu reformador. No solamente ayuda mucho a Santa Teresa para implantar la reforma carmelitana; no se contenta con ayudar a un religioso a la fundación de una provincia franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo funda con licencia pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia mártires, beatos y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el hábito en una provincia franciscana austerísima, la de San Gabriel, quiso elevar la pobreza y austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y, sobre todo, deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que llevaba en las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la dicha provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de conventos. Con muchas contradicciones dio comienzo a su obra en 1556, en el convento de El Pedroso, y pronto la vio extendida a Galicia, Castilla, Valencia; más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio de santidad entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes. Dice un biógrafo que vivían en sus conventos –diminutos, desprovistos de toda comodidad– una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por semana, y aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas parecían sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias corporales. Y si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son muy moderadas en cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás reformas franciscanas conocidas, no se puede dudar que su poderosísimo espíritu dejó en sus seguidores una imborrable huella y un deseo extremo de imitación. Y es sorprendente el genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal penitencia no les distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían los conventos junto a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del desempeño del ministerio sacerdotal, en la ayuda a los párrocos, enseñanza a los niños; siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos.

El 18 de octubre de 1562 murió en el convento de Arenas.

La Santa de Avila vio volar su alma al cielo y la oyó gozarse de la gloria ganada con su excelsa penitencia. El Santo moría en paz. Dejaba una obra hecha: una escuela de santos, un colegio de almas intercesoras y víctimas por las culpas del mundo. Sus penitencias llegaron a parecer a algunos «locuras y temeridades de hombre desesperado»; las gentes le tuvieron muchas veces por loco al ver los extremos a que le llevaba su vida de contemplación. Sólo que, como muy gentilmente aclaró a sus monjas Santa Teresa, aquellas locuras del bendito fray Pedro eran precisamente locuras de amor. Cuando Cristo ama intensamente a un alma no descansa hasta clavarla consigo en la cruz. Cuando un alma ama a Cristo no desea sino compartir con Él los mismos dolores, oprobios y menosprecios. La vocación franciscana es, recordémoslo, una vocación de amor crucificado y San Pedro supo vivirla con plenitud. Su penitencia venía condicionada por su papel corredentivo en la Iglesia de Dios y, si no a todos es dado imitarla materialmente, sí es exigido amar como él amó y desprenderse por amor, y al menos en espíritu, de las cosas temporales, abrazándose a la cruz.
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Pedro de Tsetinia, Santo

Obispo
Por: P. Felipe Santos | Fuente: Catholic.net
Etimológicamente significa “roca”. Viene de la lengua hebrea.

Hay personas que marcan toda una época y estilo de vida, incluso cuando son reyes de un pueblo.

Sienten la necesidad de estar llenos de Dios y vacíos de muchas tontadas que se nos acumulan en la vida. Balduino, rey de Bélgica, dijo un día estas palabras:"El Señor nos ha concedido una gracia al hacernos sentir un vacío ante todo lo que no es él".

Este joven era originario de Niegouch, Montenegro. Debió ser un chico muy bien dotado en los valores que dan consistencia a la persona.

A los 12 años entró ya de monje. Tenía firmemente arraigada la fe. Y como consecuente con ella, dedicó toda su vida a defender a su pueblo para que nunca la perdiera.

Supo llevar muy bien tanto el gobierno de su pequeño reino del que era el soberano, como la pastoral y la dirección espiritual del mismo, ya que era el metropolita.

En su tiempo había luchas entre clanes rivales. Con sus dotes de gobierno y la santidad de su propia vida logró que todos se entendieran e hiciesen las paces.

Cuando el peligro provenía del exterior, también tuvo arranque y valor para combatir – como soberano – contra los ejércitos del mismo Napoleón I.

Consiguió dominarlo en la batalla de Boka. Esto contribuyó a que su fama corriera por Europa como la espuma.

En el trato con los otros demostraba su recia personalidad, su bondad e indulgencia para con los demás, pero era muy exigente consigo mismo.

Aunque fue el príncipe y obispo de Montenegro, llevó una vida personal parecida más bien a la de asceta o monje.
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Justo de Auxerre, Santo

Mártir
Por: P. Felipe Santos | Fuente: Catholic.net

Etimológicamente significa “ prudente, recto”. Viene de la lengua latina.

Jesús dijo:”No son los sanos los que tienen necesidad de médico sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Nació este mártir de la Iglesia en la ciudad de Auxerre, en la Borgoña.

Sus padres eran profundamente cristianos. Aunque era todavía un niño, sin embargo, gracia a su educación, parecía más maduro de lo que aparentaba.

A los ocho años sostenía controversias contra los paganos, que invadían la región, sobre temas religiosos.

Tenía una inteligencia poco común. No llegó a conocer a su hermano Justiniano.

Se lo robaron a sus padres para venderlo a unos mercaderes de Beauvais.

Dios le reveló a Justo en dónde estaba. Llegados a la casa del comerciante, éste reunió a los doce esclavos. Le devolvió a su hijo con la única condición de que salieran en seguida de la ciudad.

Pero el gobernador mandó que los cogieran. Quería vengarse de su condición cristiana. No podía, influido por los paganos pudientes, ver a un seguidor de Jesucristo.

Una vez que tuvo ante su presencial al bueno de Justo, lo envió a una hoguera. No se sabe qué hizo con su padre y su madre.

Su cabeza se venera hoy en Beauvais.
Era el año 306.
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OTROS SANTOS DEL DÍA:

San Asclepíades. M. 217. 

Martirologio Romano: En Antioquía, de Siria, san Asclepíades, obispo, que fue uno del preclaro número de confesores de la fe durante el tiempo de las persecuciones.

Sucedió a san Serapión como obispo de Antioquía (211-217); se le da el título de "mártir", posiblemente a causa de todo lo que padeció durante la persecución de Severo. 



San Justo de Beauvais. M. 257 o 300. 

Era un niño de nueve años que, por lo que se sabe, fue martirizado en Beauvais, por orden del tirano Riciovaro, por haberse negado a informar sobre el escondrijo de su padre y su tío. Fue decapitado. Sus Actas no son muy dignas de fe.  

San Amable de Riom. M. 475. 

Martirologio Romano: En la localidad de Riom, del territorio de los arvernios, en Aquitania, san Amable, presbítero

Nació en Riom, Alvernia. Parece que fue maestro del coro de la catedral de Clermont y prechantre; prestó servicios pastorales en la parroquia de Riom en Alvernia. Sólo se lo conoce por una breve mención de san Gregorio de Tours. Según la leyenda habría expulsado las serpientes que infestaban el país.   

San MonónM. c. 645. 

Martirologio Romano: En Nassogne, de Brabante, en Austrasia, san Monón, venerado como eremita en los bosques de Ardennes y mártir.

Era un peregrino escocés que se trasladó al continente y vivió como ermitaño en las Ardenas; fue asesinado en Nassogne, Brabante, reino de Austrasia (hoy Luxemburgo) por unos bandidos a los que había reprendido.
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