Santoral del 4 de Noviembre



INDICE

Carlos Borromeo, Santo Arzobispo de Milán
Elena Enselmini, Beata Virgen Clarisa
San Pierio presbítero
Santa Modesta, abadesa
Francisca de Amboise, Beata Religiosa Carmelita
Beata Maria Luisa Manganiello, laica
Emerico de Hungría, Beato Principe
Vidal y Agrícola, Santos Protomártires boloñeses
Felix de Valois, Santo Trinitario
San Carlos Borromeo, cardenal, Patrono de Banca y Bolsa. Porfirio, Vidal Agrícola, mártires; Amancio, Nicandro, Próculo, obispos; Emerico, Filólogo, Patrobas, confesores; Hermas, Pierio, presbíteros; Modesta, virgen; Juanicio, abad.




SAN CARLOS BORROMEO, Obispo y Confesor
Patrono de obispos; catequistas; catecúmenos; seminaristas; directores espirituales. Protector contra las úlceras; cólicos; desórdenes intestinales; enfermedades del estómago.
Conozco tus obras, y tu fe, y caridad,
y tus servicios y paciencia.
(Apocalipsis 2, 19)

San Carlos Borromeo, hijo de un senador de Milán y sobrino de Pío IV, cardenal y arzobispo de Milán a los 22 años de edad, consagrose a Dios desde su juventud. Distribuyó a los pobres el precio de un principado que había vendido y se expuso a la peste sirviendo a los atacados por ella; alimentó a tres mil pobres durante una época de hambre, vendiendo para ello su platería y sus muebles más preciosos. Todos los años se retiraba durante ocho días a un lugar solitario para hacer sus ejercicios espirituales. Murió vestido de cilicio en 1584, a la edad de 46 años.

MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA DE SAN CARLOS BORROMEO
I. La caridad de San Carlos Borromeo se extendía a todas las necesidades temporales y espirituales de su diócesis. Fundó hospitales, colegios y seminarios; catequizaba y confesaba a los pobres. Y vosotros, hombres sin corazón, ¡no pensáis sino en vuestra propia ventaja! Hasta olvidáis a vuestras almas, para ocuparos únicamente de vuestros intereses temporales. ¿Por qué eres tan mezquino con los pobres? Sabe que las riquezas, que idolatras, no te harán dichoso sino cuando las desprecies y las des a los pobres por amor de Jesucristo. Las riquezas dejan pobres a los que las aman, hacen ricos y dichosos a los que las desprecian por Jesucristo (Guerrico).

II. El amor a la oración de tal modo unía a este prelado con Dios, que a veces se lo vio permanecer ocho horas seguidas en ella. Un día, un hombre perverso le lanzó un tiro de arcabuz mientras oraba; interrumpió su oración sólo para prohibir a sus servidores que persiguieran al criminal. ¡Cuán diferente a la vuestra es nuestra oración, oh gran santo! La menor cosa nos distrae. Obtenednos el espíritu de oración. Saber orar bien es saber vivir bien (San Agustín).

III. Tanto aborrecimiento tenía para consigo, como caridad para con el prójimo. Sus ayunos, sus disciplinas, sus peregrinaciones a pie, el cilicio que llevaba, hasta en su lecho de muerte, son otras tantas pruebas de su austeridad. ¿Cómo tratas a tu cuerpo? ¿Acaso tú no desprecias las mortificaciones que se imponía este prelado recargado de trabajos? ¡Ah! ¡teme no sea que ellas te acusen en el día del juicio final!
La caridad.
Orad por el Colegio de Cardenales.

ORACIÓN
Señor, guardad vuestra Iglesia con la protección continua de San Carlos, vuestro confesor y pontífice, y que la intercesión de este santo, a quien su solicitud pastoral condujo a la gloria eterna, para siempre nos haga fervorosos en vuestro amor. Por J. C. N. S.



San Carlos Borromeo, obispo
fecha: 4 de noviembre
n.: 1538 - †: 1584 - país: Italia
canonización: B: Clemente VIII 1602 - C: Pablo V 1610
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Memoria de san Carlos Borromeo, obispo, que nombrado cardenal por su tío materno, el papa Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en esta sede un verdadero pastor fiel preocupado por las necesidades de la Iglesia de su tiempo. Para la formación del clero convocó sínodos y erigió seminarios, visitó muchas veces toda su diócesis con el fin de fomentar las costumbres cristianas y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó a la patria celeste en la fecha de ayer.
patronazgo: patrono de los pastores, catequistas, catecúmenos y seminaristas; protector contra la peste.
refieren a este santo: San Alejandro Sauli, San Andrés Avellino, San Francisco de Borja, San Pío V
oración:
Conserva, Señor, en tu pueblo el espíritu que infundiste en san Carlos Borromeo, para que tu Iglesia se renueve sin cesar y, transformada en imagen de Cristo, pueda presentar ante el mundo el verdadero rostro de tu Hijo. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con san Pío V, san Felipe Neri y san Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrarreforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los dos varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dio muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por períodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío, el cardenal de Médicis, había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.

A principios de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero siguiente, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de san Carlos con el título de «Noctes Vaticanae». Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias: pero en su corazón estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; san Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El beato Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga, fue por entonces a la Ciudad Eterna y san Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto, de un papa, y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos». El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando san Carlos se enteró de que Bartolomé de los Mártires había ido a Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.

Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchos de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a san Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue el director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento. En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual san Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la «Missa Papae Marcelli».

Milán, que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de san Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, san Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provincial y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros». Diez obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados, que el Papa escribió a san Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento de su oficio como legado en Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió san Felipe Neri. El nuevo Papa, san Pío V, pidió a san Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.

San Carlos llegó a Milán en abril de 1566 y, en seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte a las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: «La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar». Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por san Carlos: «De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al responderme: `No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el invierno'». Cuando san Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de san Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a san Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Crifiith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Owen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y llevaba siempre consigo una pequeña imagen de san Juan Fisher. Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función.

Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que san Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de unas cien personas; la mayor parte eran clérigos, a los que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, san Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: «Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto». San Carlos ordenó que se atendiense especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo («barnabitas»), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.

Pero no en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, por ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a san Carlos, ya que en la ley de la época un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa Maria della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, san Carlos consultó a san Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.

Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de san Carlos corrió un peligro todavía mayor: la orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de san Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a san Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de san Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras «Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió», el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que san Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su alma a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, san Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.

Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó por un período de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del «cuidado pastoral» que ensalza el oficio de la fiesta de san Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: «¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!» Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra parte, san Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: «¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?» El santo fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.

El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quienes san Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a san Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a la misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a san Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, san Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos. En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era san Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, san Carlos le dio la primera comunión a san Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, san Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó: «¡Estoy curado!» El santo le dio la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de san Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.

En el año de 1584 decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, san Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos «inmediatamente» y los recibió de manos del arcipreste de su catedral. Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras «Ecce venio». No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó «un segundo Ambrosio», mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne. San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V en 1610.

Se puede decir, con verdad, que hasta la fecha no se ha publicado ninguna biografía de san Carlos basada en un estudio serio de los materiales que se encuentran en los archivos privados, diplomáticos y eclesiásticos. Los lectores modernos conocen al santo, sobre todo, a través de la biografía de Giussano (1610), cuya edición latina anotó Oltrocchi en 1751 y la del P. Sylvain, Histoire de Saint Charles Borromée (3 vols, 1884). Tal vez la más valiosa de las fuentes, dado que se trata de la obra de un amigo que conoció íntimamente a san Carlos, es el libro del barnabita Bascape, De vita et rebus gestis Caroli cardinalis (1592). En el siglo XX se han publicado muchos estudios históricos sobre los resultados del Concilio de Trento en materia de contrarreforma, y muchos de ellos arrojan luz sobre la vida y las actividades de san Carlos. En este sentido, podríamos dar aquí una bibliografía inmensa; pero nos contentaremos con citar las obras principales. Entre las obras de tipo general, conviene ver la Historia de los Papas de Pastor, y la vasta colección de documentos iniciada por Merkle y Ehses acerca de las sesiones del Concilio de Trento. J. A. Sassi editó en 1747 los escritos de San Carlos en cinco volúmenes; pero en aquella época, no se conocía o no se podía publicar, una gran parte de la correspondencia del santo. Acerca de la acusación que se hizo a San Carlos de perseguir despiadadamente a los herejes, cf. The Tablet, 29 de julio de 1905. Sobre la falla de precauciones sanitarias durante la gran epidemia, véase el importantísimo estudio del P. A. Gemelli, en Scuola Cattolica (1910).
Cuadros:G. Lanfranchi: San Carlos Borromeo en éxtasis, s. XVII y Carlos Saraceni: San Carlos Borromeo asiste a un apestado, 1618.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Santos Vidal y Agrícola, mártires
echa: 4 de noviembre
†: 304 - país: Italia
otras formas del nombre: Vital
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Bolonia, de la Emilia, santos Vidal y Agrícola, mártires, el primero de los cuales, según nos refiere san Ambrosio, fue antes siervo del segundo, y luego compañero y colega en el martirio. Vidal padeció tantos tormentos que no le quedó parte de su cuerpo sin heridas, y Agrícola, a su vez, sin intimidarse ante el suplicio de su antiguo criado, le imitó en el mismo martirio al ser crucificado.

Se cuenta que en el año 393, Eusebio, obispo de Bolonia, tuvo una visión en la que se le dijo que en el cementerio judío de dicha ciudad estaban sepultados dos mártires cristianos: Vital y Agrícola. El obispo descubrió y mandó trasladar las reliquias, y san Ambrosio de Milán asistió a la ceremonia. San Ambrosio habló de estos mártires en un sermón sobre la virginidad y exhortó a su auditorio a recibir con respeto las reliquias que se iban a depositar bajo el altar, como prenda de salvación. Este pasaje de san Ambrosio es el único testimonio que tenemos sobre el martirio de los santos Vital y Agrícola, a quienes antiguamente se veneraba en el Occidente mucho más que en la actualidad.

San Gregorio de Tours se quejaba de que en su época no existía ningún relato propiamente dicho del martirio de estos santos. Pero la leyenda se encargó de llenar más tarde esa laguna con dos relatos ficticios, que se han atribuido sin razón a San Ambrosio. Pues aunque nadie había oído hablar de estos mártires antes de la revelación de Eusebio, poco a poco empezaron a aparecer algunos relatos de su martirio. En ellos se dice que Agrícola vivía en Bolonia, y que el pueblo le amaba mucho por su bondad y su virtud. Vital, que era esclavo suyo, se convirtió al cristianismo gracias a su amo y padeció el martirio antes que él, en el circo. Cuando murió, no le quedaba en el cuerpo parte sana. La ejecución del amo se dilató para que presenciase la muerte del esclavo y se decidiese a abjurar de la fe. Pero el ejemplo de Vital no hizo sino dar nuevos ánimos a Agrícola, y ello provocó la ira de los jueces y del pueblo. Agrícola pereció crucificado. Los verdugos se ensañaron con él y le fijaron al madero con muchos clavos.

En Acta Sanctorum, nov., vol. II, puede verse el documento auténtico de san Ambrosio y el texto de las actas pseudo-ambrosianas, así como otros muchos documentos sobre la materia. Acerca del culto tan popular de estos mártires, cf. Delehaye, Origines du culte des martyrs, y Comentario sobre el Martirologium Hieronymianum, pp. 623-624. La nota de esta última obra se encuentra el 27 de noviembre, día en que el Hieronynaianurn cita los nombres de Agrícola y Vital (en este orden); sin embargo, parece que la fiesta se celebraba en Bolonia el 4 de noviembre, desde el siglo VIII, como lo demuestra el antiguo calendario que Dom G. Morin describe en Revue Bénédictine, vol. XIX (1902), p. 355. Cf. Dom Quentin, Martyrologes historiques, pp. 251 y 627.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Pierio, presbítero
fecha: 4 de noviembre
†: s. IV - país: Egipto
canonización: pre-congregación
hagiografía: J. Quasten: Patrología
Conmemoración de san Pierio, presbítero de Alejandría, en Egipto, ilustrado en los temas filosóficos, pero más esclarecido aún por la integridad de su vida y su voluntaria pobreza. Mientras Teonas regía la Iglesia alejandrina, explicó con profundidad al pueblo las divinas Escrituras, y en Roma, después de la persecución, descansó en paz.
Pierio sucedió a Teognosto en la jefatura de la escuela de Alejandría. Según Eusebio, fue «muy estimado por su vida de extremada pobreza y por sus conocimientos filosóficos. Se había ejercitado sobremanera en las especulaciones y explicaciones relativas a las cosas divinas y en la exposición que de ellas hacía a la asamblea de la iglesia» (Hist. eccl. VII,32,27).

San Jerónimo nos da todavía más detalles sobre él: Pierio, presbítero de la iglesia de Alejandría, durante el reinado de Caro y Diocleciano, cuando Teonas ejercía el episcopado en aquella misma iglesia, enseñó al pueblo con gran éxito. Adquirió tal elegancia de lenguaje y publicó tantos escritos sobre toda suerte de materias (que aún se conservan), que se le llamó Orígenes el Joven. Era muy notable por su austeridad, entregado a la pobreza voluntaria. Después de la persecución, pasó el resto de su vida en Roma. Queda un extenso tratado suyo Sobre el profeta Oseas, que, por razones internas, parece que lo pronunció con ocasión de la vigilia pascual. (De vir. ill. 76).

El testimonio de Jerónimo que dice que pasó el resto de su vida en Roma no está en contradicción con los que afirman que sufrió por su fe en Alejandría. Focio, por ejemplo, dice: «Según algunos, sufrió martirio; según otros, pasó el resto de su vida en Roma después de la persecución» (Bibl. cod. 119). Probablemente ambas aserciones son verdaderas. Sufrió, pero no murió, durante la persecución de Diocleciano. Escribió sobre la vida de Pánfilo, que murió el año 309, así que sabemos que Pierio vivía aún en esa fecha.

Reseña de Quasten, Patrología, tomo I; el artículo continúa con un análisis de las obras de Pierio, lamentablemente perdidas, así que lo que se analiza es más bien lo que Jerónimo y Focio afirman sobre ellas. El artículo cincide fundamentalmente con lo qu dicen todas las biografías, ya que todas se basan en los mismos escasos testimonios, que están recopilados en Acta Sanctorum, nov. vol II.

fuente: J. Quasten: Patrología
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Santa Modesta, abadesa
fecha: 4 de noviembre
†: c. 680 - país: Alemania
canonización: pre-congregación
hagiografía: Santi e Beati
En Tréveris, de Austrasia, santa Modesta, abadesa, que, consagrada a Dios desde la infancia, fue la primera que presidió la comunidad de monjas del cenobio «ad Horreum» (Öhren) en la ciudad, y estuvo unida con santa Gertrudis de Nivelles en total familiaridad, basada en Dios.
Las pocas noticias que han llegado hasta nosotros provienen de un pasaje del «De virtutibus s. Geretrudis», que habla de los milagros de santa Gertrudis de Nivelles (+659). Este opúsculo fue escrito por un autor contemporáneo de las santas Gertrudis y Modesta, y es por tanto, atendible.

En la segunda mitad del siglo VII, en el monasterio de Tréveris, en Alemania, llamado Santa María ad Horreum (Öhren), vivió como abadesa santa Modesta, que desde su infancia estaba consagrada a Dios y tuvo con santa Gertrudis una gran amistad espiritual, aunque luego no se vieron más. Después de varios años, mientras Modesta rezaba en la iglesia de su monasterio, vio repentinamente, a la derecha del altar de Nuestra Señora, a santa Gertrudis, quien le reveló que había muerto en ese día y a esa misma hora. Terminada la visión, Modesta quedó consternada y en duda de si hablarlo con alguien, pero permaneció en silencio todo el día. A la mañana siguiente, llegó al monasterio el obispo de Metz, Clodolfo (+667), y ella le pidió noticias de Gertrudis, abadesa de Nivelles, porque que quedaba lejos de Öhren, y le pidió que sobre todo le describiera el rostro; la descripción del obispo correspondía a la mujer de la visión, por lo que Modesta le contó al obispo lo que había sucedido. Clodolfo se informó, y corroboró que precisamente a esa hora y día Gertrudis había muerto, 17 de marzo del 659.

Parece que Modesta fue la primera abadesa del monasterio de Öhren, en Tréveris, fundado por san Modoaldo en la primera mitad del siglo VII. La santa murió el 4 de noviembre de un año hacia el final del siglo VII, y su cuerpo fue venerado hasta 1769 en la iglesia de la abadía de Santa Irmina de Öhren; en 1770 la iglesia fue destruida y reconstruida, pero sin ningún altar dedicado a la santa. Según los fieles de la zona, sus restos fueron trasladados a la iglesia de San Matías, donde se mezclaron con otros muchos huesos de santos. Su culto se ha documentado al menos desde el siglo IX y su nombre aparecía entre las vírgenes en las letanías de los santos, calendarios y libros litúrgicos de Tréveris y Utrecht.

Traducido para ETF de un artículo de Antonio Borrelli.

fuente: Santi e Beati
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San Emerico, laico
fecha: 4 de noviembre
n.: 1007 - †: 1031 - país: Hungría
otras formas del nombre: Enrique, Imre
canonización: C: Gregorio VII 1083
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Junto a Alba Real (Székesfehérvár), en Panonia, san Emerico o Enrique, hijo de san Esteban, rey de los húngaros, sorprendido por una muerte prematura.
refieren a este santo: San Esteban de Hungría, Beata Gisela de Hungría, San Ladislao

Desgraciadamente, no tenemos muchos datos fidedignos sobre su vida. Fue el único hijo de san Esteban, rey de Hungría. Nació en 1007, y san Gerardo de Sagredo se encargó de su educación. Cuando el emperador Conrado II proyectaba apoderarse de las rentas de la diócesis de Bamberga, le propuso al joven Emerico que participase en la expoliación, pero el rey san Esteban lo impidió. Las llamadas «Instrucciones de san Esteban a su hijo» no son auténticas. Es cierto que el monarca tenía la intención de compartir sus responsabilidades con Emerico (aunque es falso que haya renunciado a la corona en favor de él), pero antes de que tuviese tiempo de hacerlo, Emerico murió en una cacería. Cuando le llegó la noticia, san Esteban exclamó: «Dios le amaba, por eso me lo quitó tan pronto». El príncipe fue sepultado en la iglesia de Székesfehérvár y, en su sepulcro se obraron numerosos milagros. El padre y el hijo fueron elevados al honor de los altares al mismo tiempo, en 1083.

Existe una biografía latina escrita por un clérigo anónimo, casi un siglo después de la muerte del beato; el P. Poncelet hizo una edición crítica de dicho texto en Acta Sanctorum, nov., vol. II. La biografía no es muy de fiar desde el punto de vista histórico, pero puede completarse con los datos que se encuentran en Annales Hildesheirnenses, en la Vida de San Esteban, etc. Cf. C. A. Macartney, The Medieval Hungarian Historians (1953).

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Félix de Valois, fundador
fecha: 4 de noviembre
fecha en el calendario anterior: 20 de noviembre
n.: 1127 - †: 1212 - país: Francia
canonización: Conf. Culto: Alejandro VII 21 oct 1666
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Cerfroid, en el territorio de Meaux, en Francia, san Félix de Valois, a quien, después de una larga vida de ermitaño, se le considera compañero de san Juan de Mata en la fundación de la Orden de la Santísima Trinidad, para la redención de los cautivos.
refieren a este santo: San Juan de Mata

Algunos escritores de la Orden de la Santísima Trinidad afirman que san Félix llevaba el apellido de Valois, porque pertenecía a la familia real de Francia, pero en realidad el nombre proviene de la provincia de Valois, donde habitó originalmente. Según se dice, vivía como ermitaño en el bosque de Gandelu, en la diócesis de Soissons, en un sitio llamado Cerfroid. Tenía el propósito de pasar su vida en la oscuridad; pero Dios lo dispuso de otro modo. En efecto, san Juan de Mata, discípulo de san Félix, le propuso que fundase una orden para el rescate de los cautivos. Aunque Félix tenía ya setenta años, se ofreció a hacer y sufrir cuanto Dios quisiera por un fin tan noble. Así pues, los dos santos partieron juntos a Roma en el invierno de 1197, para solicitar la aprobación de la Santa Sede.

La vida de san Félix de Valois está tan oscurecida por la leyenda como la de san Juan de Mata, y como la historia primitiva de la orden de la Santísima Trinidad. En nuestro artículo sobre san Juan de Mata hablamos ya de esto. Según la tradición, en tanto que san Juan trabajaba en favor de los esclavos cristianos en España y el norte de África, san Félix propagaba la nueva orden en Italia y Francia. En París fundó el convento de San Maturino. Cuando San Juan volvió a Roma, san Félix, a pesar de su avanzada edad, administró la provincia francesa y la casa madre de la orden en Cerfroid. Allí murió, a los ochenta y seis años de edad, el 4 de noviembre de 1212. Alban Butler hace notar que, según la tradición de los trinitarios, los dos santos fueron canonizados por Urbano IV en 1262, pero «no se ha logrado encontrar la bula». Alejandro VII confirmó el culto de los dos fundadores en 1666. Veintiocho años más tarde, la fiesta de san Félix de Valois fue extendida a toda la Iglesia de Occidente.

Prácticamente no hay documentos sobre la vida de san Félix. A pesar de ello, el P. Calixte-de-]a-Providence escribió una Vie de St Félix de Valois, cuya tercera edición data de 1878. Véase nuestro artículo sobre San Juan de Mata; Mann, History ol the Popes, vol. XII, pp. 84 y 272; y cf. Baudot y Chaussin, Vies des saints, vol. XI (1954), pp. 669-670.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Beata Elena Enselmini, virgen
fecha: 4 de noviembre
fecha en el calendario anterior: 7 de noviembre
n.: c. 1208 (o 1218) - †: 1242 - país: Italia
otras formas del nombre: Elena de Arcela
canonización: Conf. Culto: Inocencio XII 29 oct 1695
hagiografía: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
En Padua, en la región de Venecia, beata Elena Enselmini, virgen de la Orden de las Clarisas, que sufrió con admirable paciencia multitud de dolores y hasta la pérdida del habla.

Elena Enselmini nació hacia 1208 de noble familia paduana. Cuando en 1220 san Francisco de Asís, al regresar del Oriente, se detuvo en Padua y fundó el monasterio de las clarisas de Santa María de Arcella, una de las primeras en entrar fue Elena, de apenas 13 años. Fue el mismo santo quien cortó las trenzas de la niña y recibió su profesión.

Llevaba diez años de vida en el claustro y de altísima perfección en la estricta observancia de la regla, era para sus cohermanas ejemplo de piedad, de penitencia y de laboriosidad, cuando en 1230 fue atacada por una gravísima enfermedad que la tuvo en cama durante 15 meses entre espasmos indecibles y fiebres altísimas. Cuando san Antonio llegó a Padua como ministro provincial, conoció a Elena, la cual, desde aquel momento gozó de la dirección y de los consuelos espirituales del ardiente predicador y superior. Entre las dos almas se formó de inmediato un nudo de santa amistad espiritual formada por intercambios y ayudas mutuas: Antonio daba a la heroica paciente la ayuda de su consejo; en cambio Elena en sus enfermedades corporales, el mérito de sus sufrimientos, haciéndose así ella misma misionera de deseo y de amor. En aquella situación tuvo el consuelo y la guía de san Antonio, el cual estuvo en Padua en los años 1227, 1229, 1230 y 1231 y en Arcella murió el 13 de junio de 1231. Poco después de la muerte del santo, la enfermedad quitó a Elena la palabra y la vista y le impidió recibir cualquier alimento, de modo que vivió los últimos tres meses sin alimento ni bebida. Conservó empero la conciencia. Podía por lo tanto seguir las lecturas de la Sagrada Escritura y de las vidas de los santos y darse cuenta de las solemnidades de la liturgia. De esta manera la meditación de las cosas oídas, especialmente de la Pasión de Cristo, se transformaba en visión que la abadesa le ordenaba hacer conocer de alguna manera a las cohermanas.

Durante seis años la vida de la clarisa fue una experiencia luminosa y gozosa, a pesar de los rigores materiales, las privaciones y las durezas. Pero hacia los veinte años sobrevino el período de las tinieblas. Tinieblas aun en el sentido físico con malestares y enfermedades, pero sobre todo tinieblas del alma probada por la duda y la aridez espiritual. Era tentada a creer que todo era inútil, que la salvación eterna se le negaría para siempre. Pero aun en los momentos de mayor desorientación, Elena se aferró a las certezas, a la fe y a la obediencia. Con la tenacidad de una voluntad bien templada logró reconquistar la paz y la certeza de que la Providencia guiaba su destino hacia lo mejor. Murió en Padua el 4 de noviembre de 1242 a los 34 años de edad. Fue beatificada por Inocencio XII el 29 de octubre de 1695.

N.ETF: Debe notarse que en algunas biografías se indica que la santa vivió 24, no 34 años.

fuente: «Franciscanos para cada día» Fr. G. Ferrini O.F.M.
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Beata Francisca de Amboise, religiosa
fecha: 4 de noviembre
n.: c. 1427 - †: 1485 - país: Francia
canonización: Conf. Culto: Pío IX 16 jul 1863
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En el convento de Nuestra Señora des Cöts, de Nantes, en Francia, beata Francisca de Amboise, que, siendo duquesa de Bretaña, fundó en Vannes el primer Carmelo femenino francés, donde se retiró como sierva de Cristo al quedar viuda.
refieren a este santo: Beato Juan Soreth

En 1431, Juan V, duque de Bretaña, negoció una alianza matrimonial entre su casa y la de Thouars. Con ese motivo, Luis de Amboise envió a su hija Francisca, que entonces tenía cuatro años, a educarse en la corte ducal. A los quince años, Francisca contrajo matrimonio con Pedro, el segundo de los hijos del duque. No resultó éste un marido muy agradable, pues era celoso, taciturno y violento. Francisca soportó las dificultades sin una queja, hizo cuanto pudo por mediar en las constantes disputas de familia y, a fuerza de paciencia y oración, consiguió mejorar notablemente el carácter de su esposo. Dios no les concedió hijos. En 1450, Pedro heredó el ducado, y Francisca aprovechó su alta posición para trabajar por la causa de Dios. En efecto, fundó un convento de clarisas pobres en Nantes, se interesó por la canonización de san Vicente Ferrer, y empleó cuantiosas sumas en socorrer a los pobres y en otras obras de misericordia. En 1457 murió su esposo. Como los sucesores de éste no viesen con buenos ojos la popularidad e influencia de la duquesa viuda, que no tenía más de treinta años, ésta se retiró paulatinamente de los negocios y supo resistir a los intentos que hizo Luis XI de Francia por casarla de nuevo. La beata pasaba la mayor parte del tiempo en el convento que había fundado en Nantes y, más tarde, en el de las carmelitas de Vannes. Este último convento lo fundó y dotó en 1463, con la ayuda y el apoyo del beato Juan Soreth, prior general de la orden.

La beata no se vio libre de la tendencia de las fundadoras a intervenir demasiado en los asuntos de sus fundaciones. Por ejemplo, en cierta ocasión Ilevó a una religiosa a un confesor extraordinario, sin solicitar antes el permiso de la superiora. Cuando ésta se lo echó en cara, Francisca tuvo el mérito de pedirle humildemente perdón, y le rogó que le impusiese la penitencia que su falta merecía. En 1468, la beata tomó el hábito en el convento de Vannes, de manos de Juan Soreth. Al principio se le confió el cuidado de las enfermas, pero cuatro años después de su profesión, fue elegida abadesa vitalicia. Bajo su gobierno, el convento de Vannes resultó demasiado pequeño para la cantidad de aspirantes a ingresar en él y la beata fundó otro en Couéts, cerca de Nantes. Allí murió en 1485. Gracias a la beata Francisca, pudo el beato Juan Soreth introducir a las carmelitas en Francia, de suerte que puede considerársela como cofundadora de la rama femenina de la Orden en dicho país. El pueblo empezó pronto a venerarla como santa, a causa de sus virtudes y de los milagros obrados en su sepulcro, pero el culto de la beata Francisca no fue confirmado sino hasta 1863.

No se conserva ninguna biografía antigua de la beata. Los bolandistas previenen al lector contra los relatos publicados más tarde; por Alberto Le Gran de Morlaix y otros entusiastas panegiristas. En Acta Sanctorum, nov., vol. II sólo se encontrará un estudio general de los puntos dudosos y un extracto de los acontecimientos más importantes de la vida de la beata. La aprobación del culto, en 1863, se debió a los esfuerzos del P. F. Richard, quien fue más tarde cardenal arzobispo de París. Mons. Richard publicó en 1865 la Vie de la bse. Françoise d'Amboise (2 vols.). Existen en francés otras biografías, generalmente muy poco críticas, como la del vizconde Sioc'han de Kersabiec (1865). Véase también Zimmerman, Monumenta historica Carmelitana (1907), pp. 520-521.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Beata Maria Luisa Manganiello, laica
fecha: 4 de noviembre
n.: 1849 - †: 1876 - país: Italia
otras formas del nombre: Teresa Manganiello
canonización: B: Benedicto XVI 22 may 2010
hagiografía: Zenit.org
En Montefusco, Avellino, beata Maria Luisa (Teresa) Manganiello, llamada la «analfabeta sabia de Montefusco», miembro de la Tercera Orden de San Francisco, en quien reconocen su origen la congregación de las Hermanas Francescanas Immaculatinas, fundada poco tiempo después de la muerte de la beata.


Teresa nació en un pequeño pueblo llamado Montefusco, en la provincia de Avellino, al sur de Italia. Fue la penúltima de 11 hijos. Nunca asistió a la escuela, y se dedicaba, como muchos niños campesinos de aquella época, a las labores de la casa y del campo. A los 18 años manifestó su deseo de consagrarse a Dios. El 15 de mayo de 1870 a los 21 años, vistió el hábito terciario franciscano y al año siguiente hizo la profesión de los votos tomando el nombre de hermana María Luisa. Recibió dirección espiritual del padre Ludovico Acernese, quien dejó numerosos escritos sobre las virtudes principales de Teresa.

Uno de los rasgos más admirables de Teresa fue la inocencia de la vida, la gran devoción al Señor crucificado con finalidad reparadora de los pecados del mundo, en espíritu de penitencia. Con un corazón noble y abnegado y con una capacidad de ponerse en el lugar de los demás, Teresa vivía siempre preocupada por los más pobres, tanto material como espiritualmente: no negaba nunca ayuda a quien pasara. Repartía panes, vestidos, tenía por iniciativa suya una especie de farmacia rudimentaria con hierbas cultivadas por ella para las pequeñas enfermedades que se difundían en aquel entonces. "A su puerta llamaban los pobres, los enfermos, los oprimidos de todo tipo y ella los acogía con una sonrisa y con una palabra cálida, dando remedios y amor, consejos, medicinas para la curación del cuerpo y del alma", según testimonia la hermana Daniela del Gaudio, miembro de la comunidad de las Hermanas franciscanas inmaculadinas.

Su vida no estuvo exenta de pruebas y sufrimientos como la incomprensión por su estilo de vida tan austero y por el proyecto de la nueva fundación de una comunidad religiosa que no todos aprobaban. Además, Teresa hacía siempre grandes mortificaciones y penitencias físicas. En la casa madre de esta comunidad se conservan los instrumentos con los que hacía estas penitencias. Ella decía constantemente que practicaba esto "porque me lo pide el Señor". Los momentos de oración eran su prioridad sobre cualquier cosa. No importa si llovía, nevaba o el sol de verano golpeaba fuerte, Teresa todos los días caminaba los tres kilómetros que separaban la iglesia más cercana con su casa.

Muchos la llamaban "la analfabeta sabia", y asegura el postulador de la causa que pese a su poca formación académica "Era muy sabia teológicamente y muy profunda. No era ingenua, era inocente. No sabía leer ni escribir pero conservaba todo lo que aprendía". "Tenía un espíritu de meditación y contemplación y cuando encontraba a la gente se presentaba con sencillez y profundidad y sorprendía a las personas cultas". Para el mismo postulador, se trata de una "sabiduría sobrenatural".

Tenía sólo 27 años cuando fue contagiada de tuberculosis. Enfermedad que la llevó a la muerte en 1876. Teresa supo transformar su lecho de muerte en una cátedra de sabiduría, de vida y de amor. Cinco años después de su partida, el padre Acernese fundó las hermanas Franciscanas Inmaculadinas, inspirado en la compañía que brindaba a Teresa y sabiendo que ella soñaba con ver nacer y florecer esta comunidad. Por ello, las religiosas de esta orden la llaman "piedra angular" de esta comunidad, aunque no fuera materialmente la fundadora.

Redactado según un artículo firmado por Carmen Elena Villa en Zenit.org, que recoge los testimonios de la mencionada Hna. Daniela y del postulador de la causa de beatificación, Mons. Luigi Porsi, autor de la biografía "Una contadina maestra di vita" ("Una campesina maestra de vida"), ed. Città nuova, 1998.

fuente: Zenit.org
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